
Me incluyo entre esos muchos, porque sin ser un gran aficionado al flamenco rock o a la fusión del blues y el rock con el arte gitano, disfruto a menudo de un disco cuya escucha pasa volando y te deja con una gran sonrisa de admiración y satisfacción en el rostro cuando ha terminado. Y todo ello es culpa, principalmente, de la música de dos guitarras entrelazadas y absolutamente desbocadas, de las que emana a borbotones el intenso mestizaje de una música que proviene, a partes iguales, los oscuros callejones de su Sevilla, y de las icónicas carreteras de la ruta 66 y las fértiles orillas del Mississipi.

Las letras son por momentos afiladas y ocurrentes, como en la certera postal del extrarradio y la mala vida que es Ratitas Divinas, pero no pasan de ser un acompañamiento a las auténticas protagonistas del disco: Las guitarras, descarriladas e imparables, dibujando paisajes llenos de energía y colorido, en una enorme demostración de descaro y poderío callejero. Por eso no se echan en falta los versos, en instrumentales de la talla de Morao Mellizo o La Pata Negra. No es que sobren las palabras, es que es difícil cantarlas al unísono cuando te has quedado literalmente boquiabierto.
Habrá voces, más entendidas en la materia, que prefieran discos más trabajados y producidos como el célebre Blues de la frontera’ (1987), pero yo lo tengo muy claro. No llego a tanto, y la frontera para mí queda demasiado lejos. Prefiero perderme en los serpenteantes callejones de una obra tan intrincada como directa, tan desnuda como exuberante. Yo no me subo todavía, yo me quedo en la calle, que aún es pronto para recogerse, y me parece oír unas guitarras a lo lejos.