, el primer libro que he escrito, tras muchos relatos cortos, reseñas y artículos, firmando como
en este blog. Como no podría ser de otra manera, la música es un "personaje" omnipresente a lo largo y ancho del libro, así que no hay lugar mejor que
Ojalá no podáis dejar de leerlo, porque yo no pude parar de escribirlo.
LA NUBE
NEGRA
Cientos de personas iban de un lado a otro, por
el largo pasillo del centro comercial. Caminaban como autómatas desprovistos de
su propia humanidad. Seres alienados por el poder de las marcas y la
publicidad, consumiendo la basura incesante generada por la televisión y las
redes sociales, al ritmo implacable del estridente hilo musical de la gran
superficie, que no dejaba de escupir banales canciones fabricadas en serie. Así
es como lo veía el Sr. Kite, mientras caminaba entre la gente, en aquel reducto
estrafalario de lo que, para él, era una sociedad desquiciada y carente de toda
conciencia.
No sabía, a ciencia cierta, cómo había acabado allí.
Las últimas horas habían trascurrido en una negra nebulosa, en uno de sus ya
habituales lapsos de memoria, y no recordaba bien el recorrido previo a su
errático caminar actual. Antes de la “nube negra”, estaba seguro de que el
director de su oficina le había llamado a su despacho y, tan fría como
educadamente, le había comunicado el cese de la relación laboral. A sólo cinco
años de la jubilación, la noticia le había caído encima como una losa, bajo la
que ahora yacían los restos putrefactos de su carrera profesional,
convirtiéndole en un desdichado zombi andante, una triste figura que deambulaba
lastimosamente por el pasillo del centro comercial.
Al escuchar el frío y estudiado discurso del
director, sintió en un primer momento cómo el aire le faltaba en los pulmones,
y pensó que no sería capaz de mantener el control, derrumbándose allí mismo, en
el flamante despacho en el que estaba siendo despedido. Pero no lo hizo. En
lugar de eso, “aguantó el tipo con dignidad, y en el más completo de los
silencios”, según las palabras del propio director, entrevistado por la policía
sólo un día después, en el mismo despacho. “Escuchó resignado y con la mirada
perdida, con una extraña expresión de vacío en el rostro. Cuando me levanté de
mi asiento, él hizo lo propio, y sin mediar palabra alguna, se giró lentamente
y salió del despacho. Y eso fue todo. Recogió sus pocas pertenencias y se
marchó. No podíamos hacer otra cosa, cuando le daban esos episodios de ausencia
era una persona inestable, diría que incluso incontrolable”.
La realidad no hablaba de dignidad, ni de
resignación silenciosa, en la manera de tomarse el despido, sino simplemente de
“ausencia”. El Sr. Kite no estaba ya realmente allí, en el momento posterior a
que el director le anunciara su despido. Como mecanismo de defensa, y cual reflejo
vaso-vagal que provoca un desmayo como medida de “desconexión” ante un estado
límite, provocado por una infección y la consiguiente fiebre, el cerebro del
Sr. Kite evitó la inminente crisis nerviosa concentrando todos los recursos
mentales y sensoriales en un solo punto para, de alguna manera, distraer a su
dueño de todos los demás estímulos disponibles, y poder así salvar aquella
difícil situación sin agravarla. El punto crítico elegido, para tal fin, fue
una grotesca mancha de grasa en la cara corbata del director, comprada (ironías
del destino) precisamente en el centro comercial en el que ahora se encontraba
el Sr. Kite. Tanto se concentró en aquella mancha, que no solo fue la última
imagen que su frágil memoria guardó antes del vacío de la nube negra, sino que
fue, además, la primera disponible en el momento de volver a la consciencia y
observar a los cientos de personas de las que se encontraba rodeado. En ese
momento, interrumpió su errante caminar y se detuvo delante del escaparate de
una tienda de discos, presidido por un cartel enorme que decía “Liquidación
total por cierre”, y pensó: “¿Qué más puede ir mal hoy?”. Entró en la
tienda, y vagó por su interior como alma en pena, mirando con desgana los cd’s en
las estanterías, y deteniéndose a continuación a mirar en uno de los cajones
llenos de vinilos. Mientras rebuscaba, se topó con un vinilo que llamó su
atención, y se detuvo a contemplar su portada. Era el disco “The rise and
fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars” en cuya portada David
Bowie aparecía solo, en plena noche, junto a la entrada de un portal en un frío
callejón londinense. Esbozó una leve y extraña sonrisa, al pensar que así era,
realmente, como se sentía en esos momentos. Sólo y a la intemperie, perdido en
la fría noche de un mundo que giraba en dirección contraria a la suya.
- ¿Puedo
ayudarle en algo? - preguntó una bella y joven dependienta de largos cabellos
rubios y ojos del color de la hierba en otoño, que tras el cierre que anunciaba
el cartel del escaparate, se llevaría seguramente su belleza natural a alguna
de esas franquicias de ropa para adolescentes. O quien sabe si, tras algunos
pequeños retoques de interiorismo, la franquicia no acabaría estando en el
mismo lugar en el que aquel establecimiento daba sus últimas bocanadas de aire,
antes de pasar a mejor vida en el cielo de las tiendas de discos, un lugar cuya
existencia aún estaba por demostrarse, al igual que la del resto de los
prometidos paraísos con los que el hombre mundano sobrellevaba la angustia de
su inevitable temporalidad.
- ¡Cinco
años, me quedaban cinco años! – contestó el Sr. Kite.
-
Perdone, ¿Qué ha dicho? – contestó ella, extrañada por la respuesta de aquel
hombre.
- No, no
puedes ayudarme, ya es demasiado tarde – le contestó el Sr. Kite,
mientras daba vuelta al vinilo, observando en la contraportada a David Bowie
dentro de una típica cabina londinense. ¿A quién estaría llamando en aquel
momento? ¿Y a quién podría llamar él ahora, si no tenía a nadie a quién llamar
y pedir consuelo? Eran solo preguntas al aire, y sin mucho sentido, que se hizo
a sí mismo mientras la dependienta volvía sobre sus pasos, maldiciendo por
tener que aguantar a otro pirado más, y conjurándose para resistir los pocos
días que le quedaban en aquel empleo. Tenía muchas de sus esperanzas puestas en
una entrevista que había hecho días atrás, para trabajar en “Fashion”,
una franquicia de ropa y complementos para modernillos y adolescentes, y la
ilusión por ese posible nuevo empleo le daba las fuerzas necesarias para
sobrellevar la anodina travesía hacia el cierre definitivo de su empleo actual.
El Sr. Kite miró con desgana como la dependienta
se alejaba por el estrecho pasillo de la tienda de discos, y devolvió con
cuidado el vinilo a su sitio en el cajón. Resopló por un instante, a la altura
del umbral de la salida de la tienda, como si necesitara renovar el aire de sus
pulmones, antes de sumergirse de nuevo en las profundidades del pasillo central
del centro comercial, dónde cientos de autómatas continuaban su incesante
trasiego de una tienda a otra, y luego a otra y… ¿Por qué no otra más?
En el centro de aquel gran pasillo, varias
personas esperaban la llegada de uno de los dos grandes ascensores a los que
daba acceso esa zona, para dirigirse a las plantas superiores o al aparcamiento
subterráneo. De camino hacia los ascensores, metió su mano derecha en el
bolsillo lateral del abrigo, y se sorprendió al sentir el contacto con un frío
metal, que encontró allí donde debería haber estado el teléfono móvil. No
necesitó sacar el objeto del bolsillo para saber que se trataba de una pistola.
¿Cómo había llegado un arma hasta el bolsillo de su abrigo? Sobresaltado, sacó
la mano y se tocó nerviosamente la cara, tapándose la boca y apretándose la nariz
con los dedos índice y pulgar mientras el resto de los dedos acariciaban su
descuidada barba de dos días. Con la mano izquierda, rebuscó en el otro
bolsillo, y encontró el móvil que hubiera esperado encontrar en el primero,
pero con la excitación producida por el descubrimiento del arma, había olvidado
completamente lo que quería hacer con él, y pensó que, en cualquier caso, no
habría nadie al otro lado de la línea para poder ayudarle. Bowie ya hacía
tiempo que habría abandonado aquella cabina, y era la única persona con la que
querría haber hablado en aquel momento, y a ser posible a cobro revertido. Siguió
caminando, hacia la zona de acceso a los ascensores, en la que varias personas
seguían esperando, mirando al suelo o a las pantallas de sus teléfonos móviles
con una mano, mientras con la otra sujetaban bolsas de plástico con los logos
de las tiendas en las que las habían llenado de, a su juicio, innecesarios artilugios
y complementos, adquiridos a precios descaradamente inflados por las marcas
corporativas y sus agresivas estrategias de marketing.
El ascensor destinado a las plantas inferiores
llegó casi al momento en que el Sr. Kite pasó a formar parte de la fila de “los
que esperaban”. Las puertas automáticas se abrieron, como un gran telón descorriéndose
a ambos lados del escenario de una gran obra teatral, mostrando un decorado de
planchas metalizadas de color rojizo y un gran panel de botones luminosos en el
lado izquierdo, con los que elegir la próxima parada, o el destino final del
viaje. El grupo de personas fue entrando ordenadamente en el ascensor, seguidos
por el Sr. Kite, y generando entre todos un leve y curioso ruido plástico,
producido con el roce de las bolsas de las compras con los bordes de la entrada
al elevador. Mirando al cuadro de botones, el desorientado Sr. Kite llegó a la
conclusión de que todo lo acontecido, hasta ese momento, había tenido lugar en
la planta tercera, porque los botones de las plantas segunda, primera y aparcamiento
estaban iluminados en azul, marcando las próximas paradas. Respiró hondo de
nuevo, y pidió amablemente a la anciana que tenía al lado que se apartara, para
pulsar el botón de su destino. Y ese destino estaba, en realidad, marcado en
rojo en aquel panel eléctrico, con cuatro letras blancas que formaban la
palabra “stop”. El ascensor se paró en seco, generando una breve sensación
sísmica en el interior del habitáculo, con el epicentro del temblor situado
bajo los pies de sus ocupantes. Las bolsas de plástico volvieron a chocar entre
sí, repitiendo aquel leve pero molesto ruido.
- Pero… ¿Qué hace, hombre? – le espetó un tipo de
unos treinta años, dueño de un engominado y a la vez milimétricamente
despeinado corte de pelo, unos estratégica y concienzudamente rotos pantalones
vaqueros, una camiseta de licra ajustada a sus exagerados y artificiales
pectorales, y unos grandes tatuajes de dragones y mujeres desnudas que le
cubrían totalmente la piel de ambos brazos. Casi sin pensarlo, la respuesta del Sr. Kite a la pregunta fue sacar el
arma del bolsillo del abrigo y encañonar al recauchutado treintañero, que en un
acto reflejo soltó sus bolsas y extendió las manos para protegerse y cubrirse
el rostro, girando la cabeza hacia un lado mientras gritaba:
- ¡Mierda,
tío, controla, no lo decía en serio!
La
anciana, a su lado, dio un respingo y gritó asustada, y el resto de los
ocupantes del ascensor hicieron lo mismo unas milésimas de segundo después,
como un coro góspel acompañando fielmente a su cantante principal.
Instintivamente, el coro se aplastó contra la esquina opuesta del ascensor,
apretándose unos contra otros y cubriéndose el rostro con las manos, tapándose
los ojos para no mirar, y a la vez seguir mirando, en lo que para el Sr. Kite
fue un ejemplo más de la incongruencia del ser humano, que ve sólo lo que
quiere ver y se engaña a veces no queriendo verlo.
- Para mí ya es tarde, pero aún tengo tiempo de
acabar con esta mediocridad antes de irme – masculló el Sr. Kite. Calculó que
tendría seis balas, porque en las películas de acción las pistolas siempre
tienen esa capacidad. Contó seis personas en el ascensor además de él, así que pensó
que tendría más que suficiente. Sacó el móvil del bolsillo izquierdo, sin dejar
de apuntarles con el arma, ajeno a los gritos y súplicas de todos ellos. Ya no
les oía, porque su cerebro estaba ya concentrado de nuevo en un solo punto de
emergencia, y las voces de aquellos desdichados habían pasado a formar parte de
la nube negra. Buscó una aplicación de reproducción de música, seleccionó una
de las listas disponibles y pulsó en la primera canción. Un lejano ritmo de
batería fue haciéndose cada vez más audible a través del altavoz del móvil, que
reproducía la entrada in crescendo de “Five Years” de David Bowie, que a
cada segundo sonó con más fuerza en el interior del ascensor.
- ¡Mediocridad! - gritó el Sr. Kite, mientras
movía el arma de un lado a otro, apuntando a las cabezas de las personas
mientras decidía por quién empezar - ¡Tú! – dijo señalando al hombre de la
camiseta ajustada y los tatuajes - ¿Cuál es el título de esta canción?
- ¡Por
favor, tranquilícese, guarde el arma y no haga una locura! – dijo el hombre,
balbuceando. De repente, aquel “musculitos” de pelo engominado había dejado de
tutearle.
- ¡Que
me digas el título de esta canción! Seguro que te pasas el día escuchando esa
mierda de reggaetón en el coche, y no tienes ni idea de lo que está sonando. Lo
siento mucho, amigo, pero ésta es la oportunidad que te doy… ¡Jugamos a todo o
nada! – le contestó airado, mientras le seguía apuntando con la pistola.
- Yo…Yo…
¡No lo sé…! – dijo el hombre, mientras cerraba los ojos, de los que brotaban ya
las primeras lágrimas, a punto de precipitarse por sus mejillas. Sabía
perfectamente que, en manos de aquel loco, esa respuesta no le conducía a un
destino favorable, y no quería mirar al mensajero de la muerte que tenía frente
a sus ojos.
El Sr. Kite apretó con fuerza la empuñadura del
arma para afianzarla. El sudor en sus dedos y en la palma de su mano hacía que
se le resbalara. Cerró también los ojos por un segundo, tras el cual apretó con
fuerza el gatillo. El disparo resonó dentro del ascensor cerrado, y al instante
los gritos histéricos de los ocupantes llenaron el reducido espacio y se
clavaron como cuchillos en sus tímpanos. El cuerpo del treintañero cayó al
suelo como un fardo, junto a las bolsas de plástico que había arrojado al suelo
unos segundos antes, salpicadas de miles de gotas de sangre, como si un
incómodo sarampión se hubiera adueñado de ellas. El Sr. Kite abrió los ojos y
miró nerviosamente a su alrededor, y levantó después la voz por encima de los
gritos histéricos del resto de ocupantes del ascensor. La anciana tenía manchas
de sangre del treinteañero por todo el rostro, y parecía en grave riesgo de
sufrir un desmayo, por lo que el Sr. Kite retomó apresuradamente su discurso:
- ¡Era “Five Years”, de David Bowie! ¿Pero qué narices le está pasando a este mundo? ¡Está en un disco que
se debería enseñar en la escuela! – dijo mientras apuntaba el arma hacia la
anciana, para continuar con su macabro concurso - ¡Vamos con la
siguiente… un rotundo tema de rock y psicodelia, con uno de los mejores solos
de guitarra del disco, llevado hasta el límite en la apoteosis final del tema,
hasta hacernos creer que el mundo va a estallar… ¡Y hoy lo va a hacer por fin!
- dijo a modo de épica introducción radiofónica, mientras en el móvil
seleccionaba “Moonage Daydream”. Fueron tan solo los primeros acordes,
porque la anciana puso los ojos en blanco antes de poder dar una respuesta, en
un claro indicio de estar a punto de desmayarse. La ejecutó casi al tiempo en
que la anciana perdía la consciencia, por lo que la mujer tuvo un tránsito casi
indoloro hacia la otra vida. Tras esta “piadosa” muerte, llegaría el turno de “Starman”,
errada por una estudiante de diminutos pantalones vaqueros cortos y trenzas de
colores en el pelo. "El
hombre de las estrellas está esperando en el cielo, le gustaría venir a
conocernos, pero cree que eso nos destrozaría las mentes" - dijo el Sr. Kite, parodiando el tono de un exaltado
predicador, mientras el cerebro de la chica estallaba de un disparo a
bocajarro. Misma suerte corrió un hombre claramente obeso, cercano a los cincuenta
y con un llamativo y poblado bigote, que no supo reconocer “Ziggy Stardust”,
y al que acompañó al más allá su mujer, dueña de una exagerada permanente
pelirroja, que en ninguna de sus largas sesiones de peluquería había escuchado
“Sufragette City” en el hilo musical del centro de estética de ese mismo
centro comercial. Fue la última canción que escuchó en su vida, antes de que la
caída de su cuerpo sin vida fuera amortiguada por el blando e inerte cuerpo de
su marido, que la esperaba para siempre en el suelo del ascensor.
Y así llegó el momento cumbre, en una escena
dantesca dentro de un ascensor con las paredes totalmente salpicadas de sangre,
y con los cuerpos de las cinco víctimas esparcidos por el suelo. Dos personas
se miraban fijamente entre el amasijo de cadáveres, en un duelo que recordaba a
los del “far west”, si en el salvaje y lejano oeste hubieran existido
los ascensores. El Sr. Kite apuntaba al otro, con el arma todavía humeante, y
una última bala por disparar. El otro, un universitario con gafas de pasta y
pelo cortado a cepillo, con la cara manchada de una mezcla de sangre ajena y
lágrimas propias, respiraba profunda y entrecortadamente, sin dejar de mirar
fijamente al arma de su contrincante, en un intento de concentrarse en un punto
concreto para no sucumbir a la locura que le rodeaba, como horas antes había
hecho su adversario ante la inesperada y traumática noticia de su despido. La
guitarra acústica de “Rock and Roll Suicide” rompió el macabro silencio.
El cañón del arma apuntó al chico, como la flecha de una ruleta, que acabara de
pararse en la casilla de la bancarrota. El asesino arqueó las cejas y,
esbozando una macabra media sonrisa, dijo:
- ¿Y bien? ¿Sabes que canción es?
El chico le miró fijamente y controló, como pudo,
su respiración acelerada, encontrando en algún lugar de su cerebro la calma
necesaria para jugar la que podía ser su última carta en la vida, antes de
responder:
-
"Demasiado viejo para perder, demasiado joven para elegir, y el tiempo
espera pacientemente tu canción, caminas fuera de la cafetería, pero no has
comido nada y has vivido demasiado, eres un suicida del rock and roll"
El asesino bajó la mirada, y un segundo después
hizo lo propio con el arma, visiblemente abatido por la inesperada derrota.
Todo había terminado, o eso creía él. La novia del estudiante, conocedora de su
enfermiza puntualidad, esperaba preocupada por su inesperado retraso, y en un
ejercicio de oportuna impaciencia, le llamó por teléfono en ese preciso
instante, desde algún punto del abarrotado centro comercial. La canción que el
universitario tenía seleccionada como tono de llamada sonó dentro del ascensor,
desde el interior de la cazadora del muchacho. Visiblemente aturdido, el Sr.
Kite no reaccionó a la misma velocidad que el chico, que sacó el móvil del
bolsillo y, mirándole directamente a los ojos, dijo:
- ¿Y tú, sabes qué canción es ésta?
El Sr. Kite cerró los ojos un segundo y soltó una
bocanada de aire y de resignación. Volvió a abrir los ojos de nuevo, y mirando
al suelo dijo: “¡Ostia puta! ¿Qué más puede ir mal hoy?”, al tiempo que apuntaba con la pistola hacia su propia cabeza, para
que una sola bala se enfrentara, definitivamente, a la nube negra.
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