
Grabado en una consola de 16 pistas en los estudios Blank Tape de Nueva York, y publicado en septiembre de 1982 por el sello "Animal Records", "Zombie Birdhouse" se adelantó varios años al concepto de "publicación independiente" que tanto se valoró en la década de los noventa, como rasgo diferenciador de los artistas que no sucumbían al embrujo de las grandes multinacionales. La razón no era, en realidad, una cuestión de valores o de integridad musical, y se basaba más en que el bueno de Iggy estaba totalmente pelado económicamente, tras el fiasco de los dos discos anteriores. Según el propio Iggy: "Fue un álbum de cambio. Lo que más recuerdo y de lo que me enorgullezco es que vivía en Brooklyn porque no tenía bastante dinero para vivir en Manhattan, que es dónde grabábamos el disco, e iba a trabajar en metro como cualquier otro trabajador, cogido de la barra, a hacer mi disco. Me siento orgulloso de haberlo hecho una vez, pero no quiero repetirlo nunca más".

El filo electrónico del disco empieza a aparecer en "The Villagers", en la que se aprecia un sonido más cercano a alguno de los temas de "Lust for life", y aparecen los primeros "pseudo recitados" en mitad de la canción. "Angry Hills" tiene un sonido más abierto y comercial, con un ritmo de batería que es hasta bailable, y unos poco afortunados coros de fondo. Una pieza más cercana a lo que entregó en algunos tramos de "Soldier" o "Party", y sin ser mala, se queda en poco interesante.
La experimentación electrónica aumenta con el largo acople de sonido que acaba convirtiéndose en el ritmo de la oscura e interesante "Life of Work", en la que Iggy Pop adapta y transforma una canción de temática marinera en una triste reflexión sobre la vida de la clase trabajadora: "¿Qué haces con una vida de trabajo? Afróntalo por la mañana". En algunos tramos, los escuálidos y mecánicos teclados recuerdan a los Doors de su idolatrado Jim Morrison.
"The Ballad of Cookie McBride" es más accesible y llevadera, con un ritmo de fondo al que podrían haberle sacado más contundencia y partido. La melodía y la manera de cantarla recuerda, anticipándose, a la de algunas canciones de Primal Scream, más desde lo primario que desde el alarido. Una digna pieza de complemento, pero a años luz de "Ordinary Bummer", probablemente la mejor canción del disco, y junto a Run like a Villain, la única que podría entrar en una recopilación de los mejores temas de Iggy, si para esos discos no se tuvieran en cuenta los criterios de comercialidad de los que esta canción carece.

En Platonic se toma las cosas más en serio, entregando uno de los temas más asequibles y hasta radiables del disco, con una sencilla combinación de teclados y guitarra rítmica y cierto toque new wave ochentero. El rock de guitarras ásperas y cortantes vuelve a mezclarse con la ruda experimentación y el art rock minimalista en The Horse Song. Cómo han cambiado los tiempos, porque el que antes "quería ser tu perro", ahora dice "sentirse como un caballo", antes de partirse literalmente de risa en el último verso de la canción, evidenciando que estaba realmente de vuelta de todo, y jugando al filo de la navaja con su carrera musical, que fácilmente pudo haber arruinado con la extraña "Watching the news" en la que lleva la experimentación y la rareza hasta el límite de lo que sus fans más acérrimos le permitirían. No lo arregla tampoco en "Street Crazies", la más tribal del disco, pero sorprendentemente carente de un mínimo de estructura o intención de construir o adecentar una canción, reafirmando que hace ya rato que el disco transitó hacia la locura más absoluta.
La acogida del disco fue, como no podía ser de otra manera, desigual. Parte de la crítica valoró estar ante el álbum más experimental de Iggy hasta el momento, mientras la otra parte valoró negativamente la extraña mezcla de proclamas, bromas, gruñidos y pseudo poesía del bizarro e incoherente conjunto final. Con estas credenciales, el álbum fue un fracaso comercial, pero como ya dijimos al principio, fue un fracaso de lo más interesante, por su audacia ante la falta de medios, sus mezclas a veces toscas, sus desarreglados y desnudos coros, su frescura primitiva y su sincera y fascinante irreverencia.
Después de semejante guantazo (tanto el que se llevaron como el que este disco supone para la industria más ortodoxa), Iggy no tenía ya margen de error. Ya no era tan joven, ni tan respetado, y en los bolsillos solo tenía agujeros. O se sacaba de la manga un disco serio y comercial, o ya no podría grabar nunca más, así que decidió gastar, una vez más, el comodín de la llamada y pedir a David Bowie que le produjera el disco Blah Blah Blah, una obra tan depurada como carente de riesgo, que actuó como auténtico salvavidas de la mítica "Iguana del Pop" en el tumultuoso y complicado mar artístico de los ochenta.
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